Estoy sentada en uno de los bancos de la estación.
Hace ya bastante que tu tren ha dejado el andén; no sé qué estoy esperando.
Quizás a que aparezcas por detrás y me sorprendas con tu sonrisa.
Hojeo la agenda que tengo en mis manos, en busca de restos que hayas podido
dejar… un par de palabras con tinta roja.
El reloj marca las 20:11; va siendo hora de marcharse. Me levanto y camino como
una sombra entre los pasajeros del próximo tren. Son ellos los que caminan, yo
me deslizo, esquivando sus movimientos y andares torpes. Es difícil elegir el
trayecto… Me pierdo en la penumbra de todas mis nostalgias.
Hace menos de una hora aún podía tocarte. Y ahora sólo abrazo una ausencia. Tan
pura, tan de nadie, tan nuestra. Tan abierta como un corte que sangra y duele.
Tan real que nos recuerda que no hemos muerto. Una ausencia que entona versos
perforando los silencios de labios mudos, que perdieron el hábito de hablar por
sentirse abandonados.
Pedaleo, ausente, mientras el amor brota en mi piel y el dolor apaga mis
pupilas. Resulta extraño: no soy capaz de imaginarte en un lugar en el que mi
pesadumbre y mis deseos te extravíen en un horizonte aún más lejano.
Y sí, es cierto, todavía queda lejos. Pero estoy aquí, intentando plasmarte.
Intentando poder deshacerme del dolor en estas líneas y recuperar la esperanza.
Quiero volver a sentir tu voz abrazando mis días. Y mis noches.
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