tissu de mensonges.

martes, 19 de julio de 2011
Se acomodó entre el colchón y el grueso edredón. La tela negra de éste contrastaba con el pálido tono de su piel, dándole una apariencia aún más lechosa. Miró el reloj; no habían pasado ni cinco minutos desde la última vez que le había echado un vistazo.

Cansada de esperar a que el sueño viniera a buscarla, se levantó de la cama, caminando sobre la punta de sus dedos. Las baldosas que componían el suelo parecían haber retenido todo el frío del invierno, y el contacto provocaba en ella escalofríos constantes que, a pesar de su violencia, no lograban detener su baile improvisado. En la habitación reinaba el silencio más absoluto. No había notas que inundaran la estancia. No existía ninguna melodía que marcara el ritmo que debían seguir sus movimientos. ¿Cómo lograba sostener sus pasos? La respuesta se encontraba en su mismo rostro. Mantenía los ojos cerrados y sus labios dibujaban una sonrisa con un deje de nostalgia. Su semblante tenía un aspecto relajado. Todo esto eran síntomas de una única posibilidad: esa melodía aparentemente inexistente sonaba en su cabeza.

Dos pasos, petite cabriole, cou de pied derrière y se encontraba ya en el centro de las cuatro paredes. Dio tres vueltas sobre sí misma y su pijama ondeó en el aire. Se paró en seco, paralizada. Por un momento, había llegado a sentirse como una marioneta, como una de aquellas muñecas de trapo con las que pasaba las horas durante su más tierna infancia. Sonrió forzadamente al darse cuenta de lo irónico que era aquel pensamiento. Irónico, porque, en parte, era cierto.
Su voluntad estaba desgastada, sus costuras desgarradas... y cuando los tirones de la vida la zarandeaban con demasiada fuerza, cedía a la presión y se iba descosiendo cada vez un poco más. Era manipulada, evidentemente. Controlada estrictamente por un ente superior.

Si tan solo fuera capaz de olvidar su realidad por un momento... le otorgaría valor a las cosas por su significado, y no por su nombre, aspecto o procedencia. Dormiría sin tener miedo a soñar. Y es muy probable que comiera chocolate más a menudo. Saltaría hacia el cielo, lo más alto posible, sin temer caer de bruces. Jamás odiaría, jamás. Y si en algún momento ocurriera, sencillamente esperaría a que el sol saliese y derritiese esa gelidez, ese hielo al que llaman odio. Cada noche, le ofrecería sus danzas a la luna y no descansaría hasta igualar con ellas la belleza de una flor. Viviría en un enamoramiento constante y viajaría, recorriendo el mundo, para convencer a todos de que el amor no conoce el envejecimiento, y que éste sólo aparece cuando el amor ya se ha ido. Recordaría con cada pérdida que nadie muere mientras permanezca en la memoria de alguien. Y nunca, nunca, nunca querría alcanzar la cima, porque la felicidad se encuentra escalando.

Abandonó esa ensoñación a trompicones y fijó su mirada en el reflejo del espejo. Se topó con una mujer de cabellos y ojos oscuros. Pero más allá de aquellas características sólo pudo ver un ser inmensamente triste.

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