fermade.

sábado, 30 de julio de 2011
Siempre produce una sensación especial despertarse con el sonido ocasional de las gotas de lluvia golpeando suavemente tu ventana. Y la mañana va llegando despacio, resistiéndose, perezosa.
El cielo es de un gris claro cuya textura recuerda vagamente al algodón de azúcar. Todo invita a permanecer un rato más entre la calidez de las sábanas y, a pesar de todo me levanto. Me siento sobre el borde del colchón y me froto la cara con las manos. En ella no hay expresión alguna. Tampoco cuando me pongo en pie y me acerco al cristal. Al abrirlo una ráfaga de viento húmedo penetra en la habitación, llevándose al salir los restos de mi sueño. Apoyo los codos sobre el alféizar y me pierdo en el paisaje. El mar que se expande ante mí también es gris, pero su textura recuerda al frío plomo. Escruto la lejanía, intentando descubrir la línea imperceptible del horizonte.
No sólo se pierde mi mirada, también mi mente que divaga, que deambula por calles de nombres prohibidos. No quiero pensar en ello. No quiero, no quiero, prometo que es cierto. Pero la capacidad de abortar sentimientos antes de su nacimiento no es una característica que pueda destacarse en mí, desgraciadamente.
Asomo la cabeza y al poco rato está completamente mojada.
Quisiera que el agua se lo llevara todo, que lo arrastrara todo consigo.

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