vacuum.

domingo, 6 de diciembre de 2009
Enterrando fuentes de luz en la profunda soledad.


Cavo y cavo, pero no cometeré el error de quedarme atrapada.
Otra vez no. Ya dije una vez que no volvería a tropezar dos veces con la misma piedra, aunque la cambiasen de sitio.
Una vez el hueco sea lo suficientemente hondo saldré y tiraré las lámparas. Quizás sigan iluminando, mas puede que mi intento sea en vano y que las delicadas bombillas se fundan antes de llegar al fondo. Puede que tanto esfuerzo os parezca inútil, ridículo... ¡Incluso cómico!

"¿Cavar un agujero que puede convertirse en tu tumba? ¿Y que ese agujero sea únicamente soledad? ¿Correr tal riesgo? ¿Para qué haría alguien una cosa así? Menuda tontería..."

Es agotador y el espacio realmente opresivo a mi alrededor. Pero lo hago simplemente porque quiero mirar hacia abajo. Eso es. Contemplar ese abismo al que tantos temen. Ver que he escapado de la agobiante soledad que unos minutos antes me envolvía.

Cuando por fin lo hago me siento orgullosa. Lo he conseguido. He escapado.
Sólo alcanzo a distinguir la inpenetrable oscuridad, así que tanteo a los lados, en busca de las lámparas. Cojo los dos focos de luz y los enciendo. Me ciegan en un principio, no consigo acostumbrarme a tal luminosidad.
Dejo caer la primera. Tarda más de diez segundos en caer, no me había dado cuenta de que era tan hondo...

¿Cuánto tiempo llevo ya en este lugar?

No hay nada. Nada. Eso me decepciona, aunque realmente no sé que esperaba encontrar. Me alejo del precipicio, pero nada más dar el primer paso me quedo quieta.

¿Dónde estoy?

Enciendo la segunda lámpara y miro a mi alrededor. No hay nada. Un liso suelo de piedra que se aleja, adentrándose en la oscuridad que me rodea. Me doy cuenta de la abrumadora verdad. El sentimiento de agobio vuelve a invadirme.
Miedo. Miedo.
No sabéis hasta que punto.
Miedo real; tan gélido que me petrifica.

M-i-e-d-o.

El frío recorre cada músculo penetrando inesperadamente en mis huesos. Caigo sobra la dura piedra, junto al mismísimo borde de la fosa. Me derrumbo. Mi orgullo se desparrama sobre el pétreo suelo. La verdad es que sigo sola.

No he salido de la soledad, si no que he cavado un hueco de aislamiento en la misma.

Y el miedo es reenplazado.
Odio. Odio.
Odio hacia mi misma.
Todo lo he conseguido yo. Me he condenado como una estúpida. He vuelto a tropezar y por ello estoy sola. Me arrancaría mi asquerosa piel, mis corrompidas venas, mis repulsivos músculos, mis infectos órganos, mis huesos condenados...
Tomo la decisión. No me cuesta más de un segundo, ni siquiera me lo planteo. Doy media vuelta sobre mi misma y ya estoy cayendo en el interior de mi tumba. La caida es larga, parece durar más que unos pocos segundos; quizás varios minutos.
La luz está cada vez más cerca y con ella fondo, que me espera prometiéndome un doloroso aterrizaje, un amargo final.
No es una sutil metáfora. Es la brutal realidad. Implacable dama, como siempre.
Mi cuerpo golpea el suelo violentamente. Todo sentimiento es desplazado para dejar paso al dolor.

Punzante. Mordaz. Inhumano.

Llego a ver como la sangre resbala, como si de dulce vino se tratase, antes de golpear la bombilla con el puño. Los cristales atraviesan mi piel y la luz se funde en la oscuridad. Con ella, mi vida, que se apaga en la más profunda soledad.

Como siempre estuvo escrito.


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